viernes, agosto 17, 2007

La marcha

La cama del hospital era dura y estaba a punto de quedarse vacía. El paciente tenía los ojos cerrados mientras escuchaba la suave voz de las enfermeras conversando a su lado. La televisión prendida era ignorada por todos, posiblemente porque mostraba imágenes de una vida que nadie quería ver. La decadencia y desesperación que causa el saber que ya no quedan más cartas que jugar ni movimientos que hacer en el tablero es muy difícil de enfrentar. Poca gente sabe que hacer cuando ya nada va a mejorar.
El olor a muerte no sólo llenaba aquella habitación, pasillos y cada rincón del hospital, su densidad lo hacía pegarse a la ropa de todo quien transitara entre enfermos y desahuciados, camillas, sillas de ruda o doctores que deambulaban por el edificio.
Eran cerca de las seis de la tarde y por el invierno ya no había sol en la ciudad. Las pocas luces encendidas iluminaban sólo lo que se podía ver en la habitación del paciente. Un color frío golpeaba su piel, los huesos sobresalían de sus mejillas, acentuado sus interminables ojeras y dejando en claro los efectos de la metástasis en su cuerpo.
Había tres enfermeras cerca de la cama. Ninguna pensaba abrir la boca esos últimos minutos. El sentenciado habló por ellas, llenando el vacío con gritos de dolor. Gritos que no lograba sacar de su garganta mientras que entreabría los ojos y observaba por primera vez la pantalla del televisor.
El sonido de tambores redoblando con fuerza una marcha desconocida invadió el hospital de pronto. Una banda que olía a averno comenzó a recorrer el pasillo con rumbo a la habitación. Nadie le prestó mayor atención, todos siguieron haciendo lo que debían hacer. Parecían no escuchar ni los tambores, ni los vientos, ni los silbatos. Tampoco parecían ver los oscuros uniformes de cada miembro marchando. El género roído escondía lo que quedaba de sus cuerpos, aun cuando algunos de sus huesos se asomaban al tocar cada vez más fuerte la interminable marcha de la muerte.
- Cuando era niño mi padre me llevó a ver una banda marchar en la ciudad- se escuchó decir al paciente. Los labios, que apenas podía mover, se veían agrietados y secos. A punto de sangrar. Pero la sangre ya no corría por sus venas, porque ya no era líquida, quedaba tan poca en su cuerpo que le resultaba imposible circular.
- Y me preguntó "Hijo, cuando crezcas ¿te convertirás en la salvador de los pobres y malditos de este mundo? ¿Serás capaz de defenderlos y de proteger sus esperanza?"- una de las enfermeras volteó a mirarlo y encontró sus ojos abiertos de par en par, mientras que su mano en alto parecía querer alcanzar algo invisible para todos. Excepto para él.
- No se agite- le murmuró con voz suave sin darle mayor importancia al asunto.
- Ella me está mirando… me mira y quiere que me vaya con ella- la mano amarillenta y esquelética tomó por sorpresa a la enferma al sostener su muñeca con fuerza, obligándola a mirar sus ojos. Ella intento ocultar el espanto y el asco que le provocaba ver aquel cadáver aún respirando. Pero no lo logró.
- Ella mandó a la banda a buscarme, estoy seguro ¿los escucha? Se acercan, tocan para mí la misma canción del día que se la llevaron- la voz se extinguió de pronto y sus ojos se posaron por primera vez en el televisor. El corazón del agónico paciente latió una vez más cuando un funeral apareció en la pantalla.
Ella estaba quieta en su ataúd, llevaba su vestido favorito. Rosas rojas adornaban el altar mientras que sus amigos y familiares lloraban en las bancas de la iglesia. Él estaba de pie junto a ella, sosteniendo su mano, incrédulo ante la eternidad que reflejaban sus ojos cerrados. Tenía que dejarla ir y decir adiós por una última vez. Tenía que resignarse a pelear varias batallas antes de volverla a abrazar. Tenía que sentarse y conformarse a esperar su regreso. O su partida.
- Esto es lo peor que te puedo decir, pero… buenas noches- murmuró para luego besar sus labios una última vez mientras una banda tocaba el réquiem a un lado de la iglesia. Los signos vitales del paciente eran cada vez más tenues. Casi inexistentes. Una enfermera revisó su pulso y salió en búsqueda del doctor. No alcanzó a notar lo cerca que estaba la marcha de la habitación.
- Mamá, no somos nada más que un montón de mentiras para las moscas- se escuchó decir desde la cama al moribundo. Y luego un suspiro, antesala del último que estaba a segundos de exhalar. La banda detuvo la música en la puerta maloliente del hospital. Un doctor entró rápido y se detuvo junto al lecho de muerte con la ficha médica del paciente en las manos. No dijo nada. No vio nada. Una enfermera acercó una jeringa con agua a los labios del moribundo y humedeció sus labios, dejándolo así decir
- No quiero que ella me vea así, si viene que se de vuelta- pero sus palabras las quemó un fuerte redoble que irrumpió en el silencio tenso del lugar y forzó al condenado a abrir los ojos de par en par. Se vio así rodeado por cinco hombres de negro. Estaban vestidos como el resto de la banda, pero sus trajes resaltaban de los demás, que permanecían formados a la salida de la habitación a la espera de la señal.
- No te preocupes, ella no va a venir- uno de ellos murmuró, apagando todo sonido posible alrededor y encendiendo un cigarrillo. Las enfermeras y el doctor comenzaron a moverse despacio, tan despacio como el humo gris del tabaco y el alquitrán que invadió la habitación.
El paciente dejó de sentir lentamente los pocos latidos de su corazón, el aire quemaba sus pulmones cada vez que inspiraba y sus ojos se cerraron por última vez antes de que la banda comenzara a tocar su réquiem.
- Le dije que mi muerte sería el inicio de nuestra eternidad juntos- el cadáver susurró
- ¿Y para qué le dijiste eso? ¿De verdad piensas que te vas a poder acercar a ella otra vez?- pero el paciente no puedo responder. Sus labios fríos intentaron admitir su condición de mortal, en renuncia al sueño de su padre. Sin embargo, ya no había nada que hacer, y menos que decir.
- Vamos, levántate ahora que todavía puedes
Un redoble volvió a sacudir las paredes blancas del hospital y la banda comenzó a caminar lentamente, con un nuevo integrante en sus filas, que lideraba la caravana de Cancerbero con rumbo a Báratro.

jueves, agosto 16, 2007

Cielo cubierto

Por lo que le escuché decir a la mamá de Wei, nunca antes se había visto una nube como la que cruzaba el cielo de Pekín esa tarde. Yo tomaba el sol junto con Mia mientras que bebíamos el té helado que mamá nos había llevado, cuando sentí la sombra apoderarse de todo mi cuerpo sin darme tiempo de reaccionar. En un principio no me preocupé, creí que era normal, pero luego de escuchar los comentarios no tuve más remedio que entrar en pánico junto con el resto de la gente de la casona.
Esa tarde el señor Yian estaba invitado a cenar, pero se excusó un par de horas antes. Dijo que había una emergencia en el hospital de la que debía hacerse cargo, pero en el fondo todos sabíamos que tenía el mismo miedo que el resto. Talvez mamá tenía razón y no por ser cirujano el señor Yian es un ser superior como lo cree Mia.
No había nadie en la calle y los canales de televisión no transmitían nada más que lo referente a la gran nube negra, que nos sometía a todos al cielo de forma constante.
Me pasé esa tarde mirando hacia arriba con Mia. Nos sentamos, ya vestidas, en la terraza del tercer piso a esperar que algo ocurriera, al igual que el señor Whong, quien nos acompañó un buen rato, más que nada para contarnos una infinidad de relatos de su infancia, tal como lo hacía cuando éramos más pequeñas y no nos dábamos cuanta del paso del tiempo.
A la hora de la cena mi papá dejó la radio encendida, aun cuando mamá quería comer en paz. Por primera vez la voz que guiaba nuestras vidas no era la de papá y me sorprendió verlo tan sometido a los comentarios que emitía el parlante. La ensalada de arroz estaba muy salada y el pescado apenas si tenía salsa de soya. Mamá no estaba bien, pero según ella la culpa era de mi abuela, que ella no había tenido nada que ver con la comida y que mejor escucháramos lo que la radio nos tenía que decir de la nube gigante. Fueron los cincuenta minutos más largos de mi vida, el periodista apenas si hablaba cosas nuevas, gran parte del tiempo se dedicaba a repetir una y otra vez lo que ya antes había dicho. No era gran cosas, no más de lo que cualquier persona podía saber a esas alturas.
Ninguna quería irse a la cama esa noche. Ayudamos a mamá con la loza sucia, acostamos a los niños y nos dimos un baño. Pero en todo momento en lo único que pensábamos era en aquella monstruosa mancha oscura que cubría la totalidad del cielo sobre nuestras cabezas y que no nos permitía hacer nada más que un análisis constante. A ratos parecía acercarse hasta el fondo de nuestros cuerpos, como si fuera capaz de entrar en y revisar el interior de cada una. Después daba la sensación de que alejaba rápidamente sin dejar algún mínimo rastro de su fugas existencia, pero al fin y a cuentas no hacía más que quedarse quieta sobre todos los que a mirábamos.
Papá tuvo que obligarnos y asustarnos con unos buenos golpes para que nos fuésemos a la cama. Lloramos y nos negamos por largo rato, hasta que al fin nos acostamos sin un poco de sueño. Me quedé muy quieta bajo las tapas mirando hacía la ventana. No había ni luna ni estrellas esa noche, solamente un manto gris asechante e inmenso. Mia se durmió al poco rato, por lo que no alanzamos a conversar de lo que se podía significar aquella nube. Algo me dijo que prefería soñar con el señor Yian antes de compartir una suerte de hipótesis conmigo.

No me di cuenta cuando me quedé dormida, sólo sé que cuando desperté ya no había nadie en la casa. La nube tenía ese día un tomo azul algo tornasol, semejante al interior de una concha de mar. Preparé mi desayuno y fui en búsqueda de Mia. La casa estaba vacía.